El Camino de los Ingleses

Despertares veraniegos

Por El Camino de los Ingleses se llega a todas partes. A los sueños inalcanzados también, a las esperanzas, a las mujeres que no tuvimos, a las promesas que nos hicimos y que se fueron calle abajo, entre los adoquines, bajo la lluvia de verano. Las amistades, los primeros besos, han de quedarse para siempre con la huella indeleble de los descubrimientos (que son pocos). Las quimeras de nuestra juventud tienen la forma de esa eterna quemadura de la que, siempre, aparta uno la vista.

Antonio Banderas, que ya había sorprendido con Locos en Alabama -una película imposible de clasificar- podría haberse dedicado a producir la serie de televisión de El Zorro o algo peor (¿Spy Kids?) pero, sin embargo, se arriesga con un film intimista, amargo, lleno de desencanto. Para algunos la película no es gran cosa, más bien bastante aburrida. Para otros, como yo -los menos quizás-, ese canto a la juventud ingenua que se empotra contra el muro sucio de la realidad, de lo que somos, es, pese a sus altibajos, una pequeña obra maestra, que debe sin duda buena parte a la novela en la que está basada, y también, y sobre todo, a la inevitable conexión entre los personajes y nuestras vivencias, entre la historia y nuestras propias decepciones. Un casting prodigioso redondea una de las mejores películas españolas de los últimos años, injustamente menospreciada. Seguramente, el final tan dramático y el realismo tan áspero le restan puntos a los ojos de un espectador educado en lo amable y en lo esperado. O, tal vez, simplemente, no soportamos mirarnos en el espejo de nuestras propias ilusiones perdidas.

Lo mejor: el aliento dramático, la poética de la voz en off, los actores. Y la prodigiosa e improvisada escena de la lluvia de verano, derrochando cine clásico y vida por igual.
Lo peor: el exceso de dramatismo en algunos momentos, y que algunas tramas no están desarrolladas como se merecen.

Y también está la sonrisa de María Ruíz...