Una explicación freudiana sobre Toy Story 3
¿Qué oscura obsesión oculta John Lasseter que le obliga a repetir una y otra vez los mismos patrones en la trilogía de Toy Story? No me refiero solamente a la apertura de puertas inalcanzables, solucionada siempre a base de piruetas (la imposibilidad de abrir la puerta en el mundo real, la posibilidad de abrirlas en un mundo fantástico), o de juguetes que se desvanecen inertes justo en el último momento previo a ser descubiertos; sino a la huida y, más concretamente, a la pertenencia. Estos juguetes parlanchines se pasan la vida escapando, queriendo volver al refugio del cariño y del juego (un refugio que nunca más lo será). El refugio se simboliza en una suela de bota escrita con la palabra Andy. Andy es paraíso, pero también es yugo, uno del que no puede escaparse. La existencia de los juguetes se debe a ese Andy que somete, en una esclavitud sentimental y moral.
¿Qué simboliza Andy para John Lasseter? ¿Es una especie de Dios o de consciencia del más allá? ¿Es la figura de los padres, y se refiere a la infancia como si los niños fuéramos juguetes–producto de nuestros antecesores, imposibles de separarse de esa conducta? ¿Es el Estado, el Gran Hermano, la patria, los Estados Unidos? La respuesta, que ya se intuía en las dos primeras partes, es clara en esta tercera: la madre abraza al hijo que se emancipa, y desea que siempre estuvieran juntos. Woody mira la foto en la que aparece junto a Andy, y la equivalencia resulta límpida, transparente.
Solamente Woody decide ser fiel hasta la muerte al Andy-madre, con su complejo de Edipo superlativo. Incluso no querido se empeña en continuar junto a él. Los demás juguetes comprenden que la hora ha llegado, y se preparan para una nueva vida en la guardería. Pero Woody no, Woody quiere seguir junto a la madre para siempre, sacrificando su propia vida futura a la espera de una mirada de aprobación, de un mínimo gesto de cariño. Las tres entregas de Toy Story son una constante huída del mundo exterior para volver al refugio de la madre, primero desde la casa del vecino, segundo desde una juguetería o un aeropuerto, tercero desde una guardería y un vertedero. En esta tercera entrega los juguetes rebeldes son castigados hasta la extenuación por abandonar la casa de Andy, en las manos de otras personas que no paran de hacerles mal. Woody sin embargo, en su retorno, es recompensado con el juego y el cariño de otra niña.
Pobre Woody. Incapaz de superar su complejo, no concibe otra solución que buscar una segunda madre. Donde otros encuentran una esposa (quizá el propio Lasseter), Woody y los juguetes encuentran otro dueño, otro Andy-madre que les quiera, en el que repetir la figura de sumisión completa. Triste final para el bueno de Buzz y sus pulsiones eróticas de macho hispano.
Y la crítica...
Freud aparte, Toy Story 3 me ha resultado bastante aburrida. Es una película más que correcta, pero tecnológicamente no sorprende y, lo que es peor, el argumento y los personajes se repiten hasta decir basta; comparado sobre todo con la anterior entrega, en la que ya aparecían casi todos los caracteres importantes (excepto Ken, el único hallazgo reseñable). Parece que Pixar se ha empeñado en estirar la gallina de los huevos de oro (de hecho la propia película, que debería ser de 80 minutos, se estira hasta los 110). Incapaces ya de provocar sonrisas y, sobre todo, de sorprender, los juguetes sólo cuentan con su maltrecho carisma para volver a contarnos la misma historia. Lástima. Aún más lástima es todas las calificaciones de cinco estrellas que les han llovido. Señores críticos, por favor, un poco de seriedad; cierto que no estamos ante una patata (o calabacín, o tortilla, ya sabéis por qué lo digo) de película, pero algunos momentos rozan el aburrimiento y otros son paupérrimos, casi de telefilm lacrimógeno… Por no hablar de la originalidad. ¿Dónde están las buenas ideas que les han hecho famosos, señores de Pixar?
Las gafas del 3D, ¿las hacen a propósito para ser insoportables...?
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