5/8/10

La Columna de Corto

Infatigable colaborador de lujo, Corto Maltés vuelve a la carga con una película de esas aparentemente sencillas… aunque ser sencillo es tal vez lo más difícil de conseguir.

London River.
London River es una historia sencilla, pero extraordinariamente bien contada. Los hechos que se narran no son nuevos: una madre que busca su hija, un extranjero que intenta encontrar también algún rastro de su hijo, el encuentro de ambos padres, su incertidumbre ante el destino de ambos jóvenes. Esta es una historia sin artificio que en manos de cualquier cineasta quizá no hubiera sido memorable. Pero en London River la forma de contar la historia es precisa y perfecta, y, sobre todo, el filme respira una verosimilitud tan genuina que a uno lo desarma: el escenario de la narración es familiar a cualquiera que, sin necesidad de haber visitado el Londres marginal de la película, conozca la Banlieue parisina, el extrarradio de cualquier gran ciudad o se haya dado una vuelta por alguno de los barrios de Madrid, antes castizos, ahora babélicos. Pero el escenario es sólo el fondo en que evolucionan dos actores que hacen un trabajo extraordinario, tan perfecto que uno duda de que su interpretación sea posible, de que ellos sean actores y no la realidad misma puesta delante de nosotros. El cine tiene esas cosas, que por mucho que escribiéramos aquí, sería imposible explicar qué es lo que sentimos exactamente cuando vemos la imagen de un altísimo anciano negro de inquietante fragilidad paseando despacio por la calle, o la absoluta naturalidad de una campesina inglesa surcando esforzadamente la tierra con la azada, preparando el té, agarrándose a un teléfono para dejar un mensaje tras otro en el contestador de su hija, enfrentándose al cabo a los hechos obstinados, oscuros, irrevocables de la vida.

¿Por qué una historia sobre cosas ya conocidas –el amor o la pérdida del hijo, el miedo a los que son distintos a nosotros- puede emocionarnos? Nada hay en esta película (y en tantas otras) que sea nuevo, que no se haya dicho antes. Nada hay, en fin, de nuevo en las historias que seguimos repitiendo desde siempre: Odiseo extrañado por los dioses, emigrante en busca de su tierra y de su mujer, que aún lo espera; Abraham capaz de sacrificar a su hijo por la fe ciega en un Dios que no comprende. Buscamos la novedad en nuestra vida y en el cine, y acaso no es esto; viendo London River uno piensa que la verdad está en lo que ya conocemos, y que para entenderla sólo hemos de cambiar la forma en que nos lo cuentan, o más bien, la forma en que observamos la realidad. Mirar las cosas cotidianas con los ojos de un extraño, de un extranjero, para entender lo que realmente significan: esto es lo difícil.

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