Alfred Hitchcock dirigió por segunda vez está película, veinte años después de la versión británica -en la que Peter Lorre prestaba sus dotes interpretativas, además de su indescriptible cara de ojos saltones-. Pero Hitchcock, además de brillante director, era un señor inteligentísimo para este negocio, y para rodar otra vez este peliculón (que parte de una historia de lo más absurdo) decidió que quería a James Stewart. No era tonto, no, requiriendo a uno de los mejores actores de la historia del cine, y seguramente el más taquillero, por mucho que digan ahora que es Harrison Ford. Tan a gusto estaba con Jimmy que rodarían un montón de obras maestras, todas con distinta (y rubia, por supuesto) compañera, véase Doris Day, Grace Kelly o Kim Novak. Lógico que Stewart fuera inamovible: en la historia del cine, la mayoría de las veces el protagonista absoluto es un varón, con honrosas y reseñables excepciones, claro. Por lo demás, qué se puede decir de El Hombre que Sabía Demasiado... ¿Que es imprescindible? ¿Que ya quisieran la mayoría de los directores actuales tener una pizca del talento de Hitchcock (y de su guionista, claro) para atraparnos con una historia sin importancia (lo que llaman McGuffin) y tenernos en vilo durante dos horas? ¿Qué es preferible quedarse en casa poniendo un DVD de alguna de sus películas que irse a malsufrir con Avatares y demás zarandajas? El Hombre que Sabía Demasiado no es de mis favoritas del orondo director, tampoco es perfecta, ni mucho menos. Sin embargo, pertenece a un cine aún ingenuo, en el que el arte y la taquilla parecían caminar de la mano. Un cine con mayúsculas, eterno, universal.
Cuando lleve los bueyes
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No lo hago nunca, pero hoy me apetece parafrasear al señor que lleva a
pastar a los rumiantes (nótese la desafortunada metáfora), para hablar de
SMIL...
Hace 17 horas
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